sábado, 7 de noviembre de 2015

El fuego griego



Alrededor del año 670 un alquimista llamado Calínico de Heliópolis consiguió en Alejandría la receta para fabricar el arma más poderosa y misteriosa conocida hasta el momento, era el fuego griego. 

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Una sustancia tan inflamable que su sola mención hacía estremecer al enemigo. Dicen los relatos de la época que una sola flecha mojada en el líquido letal podía incendiar una nave entera, que tenía la propiedad de flotar, que seguía ardiendo incluso debajo del agua o que se pegaba a la víctima hasta dejarla completamente carbonizada ‒un efecto bastante parecido al napalm.

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El Imperio Bizantino comenzó a usarla a partir del siglo VI, sobre todo en las batallas navales. Los barcos llevaban grandes cantidades de esta sustancia para lanzarla sobre los enemigos con sifones presurizados, dando lugar a un mortífero chorro ardiente. El infierno y el pánico que generaba aseguraba la victoria. De hecho, gracias al fuego griego Bizancio pudo impedir el avance del Islam. Fue por este motivo por lo que su uso se difundió enormemente en las cruzadas, combinándose con catapultas y otras armas de asedio o incluso perfeccionándose hasta el punto de dar como resultado el primer lanzallamas de la historia.

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Su misterio se debe a que el secreto de la receta se perdió junto con Bizancio. Como la superioridad de la marina bizantina en el Mediterráneo oriental dependía de esta sustancia, sólo los alquimistas que la elaboraban podían saber cuáles eran sus ingredientes. Intentar conocer el secreto se castigaba con la muerte. 

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Un enigma que no llegó a resolverse jamás, ya que hoy en día nadie sabe a ciencia cierta de qué se componía exactamente el fuego griego. Muchos expertos afirman que entre los ingredientes debía haber petróleo en bruto para que flotara, cal viva para que prendiera al contacto con el agua, salitre para que ardiera bajo el agua y otras sustancias inflamables como azufre, resina o grasa. Pero son sólo conjeturas.

domingo, 1 de noviembre de 2015

Ypres 1917

El Kaiser Guillermo se atreve a usar el gas mostaza.





El 21 de julio de 1917, el ejército alemán probaba proyectiles de gas mostaza en Ypres, el arma química más refinada hasta el momento.

Cuando el Kaiser Guillermo destapó el gas venenoso de la caja de Pandora, elevó el terror de la Primera Guerra Mundial a cotas inimaginables. La iperita fue usada por los alemanes por primera vez en 1915 contra las posiciones defendidas por los soldados coloniales franceses en Ypres. Al dispersarse la nube de gas el éxito había sido abrumador; tanto que ellos mismos quedaron sorprendidos al avanzar los metros que les separaban de la trinchera enemiga. Los zuavos marroquíes y los argelinos yacían muertos entre vómitos y sus semblantes estaban pálidos por la asfixia. El cloro había colapsado su sistema respiratorio, causándoles una muerte rápida y agónica. Algunos se habían suicidado, dejando la trinchera literalmente barrida de vida. Nunca se consiguió un éxito con el gas como aquel día y aun así las tropas del Kaiser no supieron explotar la ventaja estratégica. Pronto la guerra química fue imitada por los Aliados y se convirtió en un arma estándar.

Fritz Haber visita el frente para evaluar los efectos del gas.

De todas las armas químicas, la más infame fue el Gas Mostaza, que los científicos de la empresa Bayer pusieron a prueba el 21 de julio de 1917 en el saliente de Ypres. Se disparaba mediante proyectiles de artillería convencionales que, al reventar, desperdigaban un líquido por el suelo que se evaporaba lentamente. Aunque no estaba diseñado como agente letal, si entraba en contacto con la piel producía quemaduras graves y al inhalarse los órganos internos se hacían añicos.

La cabeza pensante detrás de la guerra química era el catedrático Fritz Haber, director del Instituto Kaiser Wilhelm. Sus científicos se pusieron con entusiasmo a las ordenes del Jefe de Estado mayor alemán Von Falkenhayn, que ya advirtió sus intenciones: “La industria y la ciencia deben poner en marcha nuevas armas que pongan fin a la guerra de posiciones, incluyendo las químicas”. El Alto Mando rechazó los primeros envíos por considerarlos inocuos. Querían algo que matara y empezaron a usar cloro en animales para estudiar sus efectos, produciéndoles el colapso interno y la muerte agónica. Fritz Haber se lo explicó con todo lujo de detalles a Von Falkenhayn, y éste quedó complacido.

Surgieron compañías de élite en ambos bandos, los alemanes las llamaban Compañías de Desinfección, que se especializaron en el manejo de estas sustancias. Pronto se convirtieron en expertos y así se lo hacían saber por carta a sus familiares: “La teoría es impulsar el gas viento a favor. Si es demasiado fuerte, el gas se dispersa de forma muy rápida y si sopla suave no se mueve nada”. Lo ideal quedó estipulado en unas rachas de viento de 20 kilómetros por hora. Una petición algo utópica con el viento cambiante de Flandes.


Un infante se ahoga en medio de una nube de gas.

La tradicional sabiduría del infante no sirvió de nada. Los remedios caseros incluían orinar en las polainas y cubrirse la cara, con la creencia de que la orina cristalizaría el gas. En el momento en el que el uso del gas se convirtió en algo generalizado se pasó de medidas rudimentarias a la fabricación masiva de mascaras de gas. Las “mascaras de cerdo” protegieron la vida de muchos infantes, aunque el daño interno afectara a más de un millón de personas. Cuando repicaron las campanas de la paz, muchos franceses que creían haber salido indemnes de la contienda tenían los pulmones destrozados y padecieron problemas de salud de por vida.

Veinte años después, con el Tercer Reich contra las cuerdas, Hitler no desdeñó el uso de armas de terror como los cohetes V2 y aun así no recurrió al gas mostaza; tal vez por su ineficacia o por haber sido gaseado él mismo en el Frente Occidental. El caso es que hasta a uno de los mayores genocidas le parecía un arma deplorable.

Alepo..ciudad milenaria..

Fue una ciudad dominada por hititas, amoritas, asirios, persas, griegos, romanos, bizantinos, musulmanes, mongoles y otomanos.

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Se trata de Alepo, ciudad siria que desde 3000 a.C. no se ha movido de ese lugar entre el mar Mediterráneo y toda la civilización que floreció con el agua que le brindó el río Éufrates. Por ella pasaba todo el comercio del mundo antiguo, y se enriqueció privilegiada con distintas culturas.
No obstante los conflictos, ese legado nutrido perduró hasta nuestros días. Ni siquiera los terremotos pudieron impedir que esa ciudad ostentara actualmente construcciones que son Patrimonio de la Humanidad, según la Unesco.


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Hoy, incluso la habitan minorías judías y cristianas que se asentaron desde tiempos inmemoriales. Pero la guerra civil que hoy atraviesa Siria ya está generando nefastas consecuencias para todo ese legado histórico y cultural que dejaron milenios de existencia de Alepo.

No se tiene certeza de donde proviene el nombre de la ciudad. Está expresado en una palabra mucho más antigua que la árabe (Halab). Puede ser tan viejo como la historia humana. Alepo sólo remite al arameo, una lengua que a duras penas se conserva en el país de boca en boca. La palabra Halaba significa Blanco, aludiendo tal vez a la cantidad de mármol existente en la zona.

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Es que Alepo tiene mística. Tan antigua y rica que tiene espíritu. Tal vez el fantasma de Alejandro Magno, que la conquistó en uno de sus 32 años de leyenda militar, haya vuelto a ella aferrándose a este mundo que casi pudo haber tenido en su mano. O Saladino, que se jactó del poder que tenían los musulmanes para el año 1174invadiéndola y dejándole el legado de la época de oro del mundo árabe. 

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Alepo es ese puente del mundo antiguo con el nuevo, y de todos los mundos. Es testimonio de la humanidad. Esta, con uno de sus peores inventos, la guerra, amenaza con destruir su espíritu milenario.