domingo, 13 de enero de 2013

Testamento de Franco

Con este acontecimiento se abría un período incierto pero apasionante, que llevvaría a España nuevamente a la Democracia tras los complejos años de la Transición.
Españoles: Al llegar para mí la hora de rendir la vida ante el Altísimo y comparecer ante su inapelable juicio pido a Dios que me acoja benigno a su presencia, pues quise vivir y morir como católico. En el nombre de Cristo me honro, y ha sido mi voluntad constante ser hijo fiel de la Iglesia, en cuyo seno voy a morir. Pido perdón a todos, como de todo corazón perdono a cuantos se declararon mis enemigos, sin que yo los tuviera como tales. Creo y deseo no haber tenido otros que aquellos que lo fueron de España, a la que amo hasta el último momento y a la que prometí servir hasta el último aliento de mi vida, que ya sé próximo.
Quiero agradecer a cuantos han colaborado con entusiasmo, entrega y abnegación, en la gran empresa de hacer una España unida, grande y libre. Por el amor que siento por nuestra patria os pido que perseveréis en la unidad y en la paz y que rodeéis al futuro Rey de España, don Juan Carlos de Borbón, del mismo afecto y lealtad que a mí me habéis brindado y le prestéis, en todo momento, el mismo apoyo de colaboración que de vosotros he tenido. No olvidéis que los enemigos de España y de la civilización cristiana están alerta. Velad también vosotros y para ello deponed frente a los supremos intereses de la patria y del pueblo español toda mira personal. No cejéis en alcanzar la justicia social y la cultura para todos los hombres de España y haced de ello vuestro primordial objetivo. Mantened la unidad de las tierras de España, exaltando la rica multiplicidad de sus regiones como fuente de la fortaleza de la unidad de la patria.
Quisiera, en mi último momento, unir los nombres de Dios y de España y abrazaros a todos para gritar juntos, por última vez, en los umbrales de mi muerte,
"¡Arriba España! ¡Viva España!".

martes, 8 de enero de 2013

Ramiro de Maeztu y su defensa de la Hispanidad



Humanista, ideólogo, escritor, filósofo, periodista y embajador, Ramiro de Maeztu Whitney es una de las figuras capitales de la intelectualidad española e internacional del siglo XX.
Estos son algunos de sus pensamientos

España es una encina medio sofocada por la yedra. La yedra es tan frondosa, y se ve la encina tan arrugada y encogida, que a ratos parece que el ser de España está en la trepadora, y no en el árbol. Pero la yedra no se puede sostener sobre sí misma. Desde que España dejó de creer en sí, en su misión histórica, no ha dado al mundo de las ideas generales más pensamientos valederos que los que han tendido a hacerla recuperar su propio ser.
Mantenemos nosotros la libertad porque el hombre está constituido de tal modo, que por grandes que sean sus pecados le es siempre posible convertirse, enmendarse, mejorar y salvarse. También puede seguir pecando hasta perderse; pero lo que se dice con ello es que la libertad es intrínseca a su ser y a su bondad. No será bueno sino cuando libremente obre o desee el bien. Y por esta verdad metafísica, que le es inherente, le debemos respeto. Al extraviado podremos indicarle el buen camino, pero sólo con sus propios ojos podrá cerciorarse de que es el bueno; al hijo pródigo le abriremos las puertas de la casa paterna, pero él será quien por su propio pie regrese a ella; al equivocado le señalaremos el error, pero el anhelo de la verdad tendrá que surgir de su propia alma.

Los hombres son iguales en punto a su libertad metafísica o capacidad de conversación o de caída. Esto es lo que los hace sujetos de la moral y el Derecho. En esta libertad metafísica o libre albedrío todos los hombres son iguales. Pero ésta es la única igualdad que con la libertad es compatible. La libertad política favorece el desarrollo de las desigualdades.

En vano se proclamará en algunas Constituciones, como la francesa de 1793, el pretendido derecho a la igualdad afirmando que "todos los hombres son iguales por naturaleza y ante la ley". Decir que los hombres son iguales es tan absurdo como proclamar que los son todas las hojas de un árbol.



Todos los hombres pueden; todos pueden perderse. Por eso son hermanos: hermanos de incertidumbre respecto a su destino, náufragos en la misma lancha, sin saber si serán recogidos y llegarán a puerto. Pero todos pueden salvarse o perderse. Por eso son hermanos y deben tratarse como hermanos.

La fraternidad de los hombres no puede tener más fundamento que la conciencia de la común paternidad de Dios. El incrédulo que predica la fraternidad humana no se da cuenta del origen exclusivamente religioso de esta idea. Porque si no viene de la religión, ¿de dónde la saca?
No hay en la Historia universal obra comparable a la realizada por España, porque hemos incorporado a la civilización cristiana todas las razas que estuvieron bajo nuestra influencia.

* * *
Fragmentos de su obra En defensa de la Hispanidad



El humanismo español en la Historia

Cuando Alonso de Ojeda desembarcó en las Antillas, en 1509, pudo haber dicho a los indios que los hidalgos leoneses eran de una raza superior. Lo que les dijo textualmente fue esto: "Dios Nuestro Señor, que es único y eterno, creó el cielo y la tierra y un hombre y una mujer, de los cuales vosotros, yo y todos los hombres que han sido y serán en el mundo descendemos." El ejemplo de Ojeda lo siguen después los españoles diseminados por las tierras de América: reúnen por la tarde a los indios, como una madre a sus hijuelos, bajo la cruz del pueblo, les hacen juntar las manos y elevar el corazón a Dios.

Y es verdad que los abusos fueron muchos y grandes, pero ninguna legislación colonial extranjera es comparable a nuestras leyes de Indias. Por ellas se prohibió la esclavitud, se proclamó la libertad de los indios, se les prohibió hacerse la guerra, se les brindó la amistad de los españoles, se reglamentó el régimen de encomienda para castigar los abusos de los encomenderos, se estatuyó la instrucción y adoctrinamiento de los indios como principal fin e intento de los reyes de España, se prescribió que las conversiones se hiciesen voluntariamente y se transformó la conquista de América en difusión del espíritu cristiano.

Y tan arraigado está entre nosotros este sentido de universalidad, que hemos instituido la fiesta del 12 de octubre, que es la fecha del descubrimiento de América, para celebrar el momento en que se inició la comunidad de todos los pueblos: blancos, negros, indios, malayos o mestizos, que hablan nuestra lengua y profesan nuestra fe. Y la hemos llamado "Fiesta de la Raza", a pesar de la obvia impropiedad de la palabra, nosotros que nunca sentimos el orgullo del color de la piel, precisamente para proclamar ante el mundo que la raza, para nosotros, está construida por el habla y la fe, que son espíritu, y no por las oscuridades protoplásmicas.

Los españoles no nos hemos creído nunca pueblo superior. Nuestro ideal ha sido siempre trascendente a nosotros. Lo que hemos creído superior es nuestro credo en la igualdad esencial de los hombres. Desconfiados de los hombres, seguros del credo, por eso fuimos también siempre institucionalistas. Hemos sido una nación de fundadores. No sólo son de origen español las órdenes religiosas más poderosas de la Iglesia, sino que el español aspira a crear instituciones que estimulen al hombre a realizar lo que cada uno lleva de bondad potencial. El ideal supremo del español en América es fundar un poblado en el desierto e inducir a las gentes a venir a habitarlo. La misma Monarquía española, en sus tiempos mejores, es ejemplo eminente de este espíritu institucional, en que el fundador no se propone meramente su bien propio sino el de todos los hombres. El gran Benito Arias Montano [humanista, biólogo, viajero, escritor y políglota], contemporáneo de Felipe II, define de esta suerte la misión que su Soberano realiza:

"La persona principal entre todos los Príncipes de la tierra, que por experiencia y confesión de todo el mundo tiene Dios puesta para sustentación y defensa de la Iglesia Católica, es el rey Don Philipo [Felipe II], nuestro señor, porque él solo, francamente, como se ve claro, defiende este partido, y todos los otros príncipes que a él se allegan y lo defienden hoy lo hacen o con sombra y con arrimo de S. M. o con respeto que le tienen: y esto no es sólo parecer mío, sino cosa manifiesta, por lo cual la afirmo, y por haberlo así oído platicar y afirmar en Italia, Francia, Irlanda, Inglaterra, Flandes y la parte de Alemania que he andado..."

Ni por un momento se le ocurre a Arias Montano pedir a su monarca que renuncie a su política católica o universalista, para dedicarse exclusivamente a los intereses de su reino, aunque esto es lo que hacen otras monarquías católicas de su tiempo, al concertar alianzas con soberanos protestantes o mahometanos. El poderío supremo que España poseía en aquella época se dedica a una causa universal, sin que los españoles se crean por ello un pueblo superior y elegido, como Israel o como el Islam, aunque sabían perfectamente que estaban peleando las batallas de Dios. Es característica esta ausencia de nacionalismo religioso en España. Nunca hemos tratado de separar la Iglesia española de la universal. Al contrario, nuestra acción en el mundo religioso ha sido siempre luchar contra los movimientos secesionistas y contra todas las pretensiones de gracias especiales. Ése fue el pensamiento de nuestros teólogos en Trento y de nuestros ejércitos en la Contrarreforma. Y éste es también el sentimiento más constante de los pueblos hispánicos, y no sólo en sus periodos de fe, sino también en los de escepticismo. El llamamiento de la República Argentina a todos los hombres para que pueblen las soledades de la tierra de América, se inspira también en este espíritu ecuménico. Lo que viene a decir es que el llamamiento lo hacen hombres que no se creen de raza superior a la de los que vengan. A todos se dirige la palabra de llamamiento: "Sto ad ostium, et pulso." (Estoy en el umbral y llamo). Y también a todas las profesiones. No sólo hacen falta sacerdotes y soldados, sino agricultores y letrados, industriales y comerciantes. Lo que importa es que cada uno cumpla con su función en el convencimiento de que Dios le mira.

Es posible que los padecimientos de España se deban, en buena parte, a haberse ocupado demasiado de los demás pueblos y demasiado poco de sí misma. Ello revelaría que ha cometido, por omisión, el error de olvidarse de que también ella forma parte del todo y que lo absoluto no consiste en prescindir de la tierra para ir al cielo, sino en juntar los dos, para reinar en la creación y gozar del cielo. Sólo que esto lo ha sabido siempre el español, con su concepto de hombre, como algo colocado entre el cielo y la tierra e infinitamente superior a todas las otras criaturas físicas. En los tiempos de escepticismo y decaimiento, le queda al español la convicción consoladora de no ser inferior a ningún otro hombre. Pero hay otros tiempos en que oye el llamamiento de lo alto y entonces se levanta del suelo, no para mirar de arriba a abajo a los demás, sino para mostrar a todos la luz sobrenatural que ilumina a cuantos hombres han venido a este mundo.


La Patria es espíritu

Digamos, desde luego, que antes de ser un ser, la patria es un valor, y, por lo tanto, espíritu. Si fuera un ser del que nosotros formáramos parte no podríamos discutirla, como no discutimos sus elementos ónticos. Cada uno ha nacido donde ha nacido y es hijo de sus padres. Por lo que hace a los elementos ónticos, la Patria no se elige; pero la Patria es, ante todo, espíritu. Y ante el espíritu es libre el alma humana. Así la hizo su Creador.

España empieza a ser al convertirse Recaredo a la religión católica el año 586. Entonces hace San Isidro el elogio de España que hay en el prólogo a la Historia de los godos, vándalos y suevos: "¡Oh, España! Eres la más hermosa de todas las tierras... De ti reciben luz el Oriente y el Occidente...". Pero a los pocos años llama a los sarracenos el obispo don Opas y les abre la puerta de la Península el conde don Julián. La Hispanidad comienza su existencia el 12 de octubre de 1492. Al poco tiempo surge entre nuestros escritores la conciencia de que algo nuevo y grande ha aparecido en la historia del mundo. Pero muchos de los marinos de Colón hubieran deseado que las tres carabelas se volvieran a Palos de Moguer sin descubrir tierras ignotas. Con ello se dice que la patria es un valor desde el origen y, por lo tanto, problemática para sus mismos hijos, como el alma, según los teólogos, es espiritual desde el principio, ab initio.

Antes de la hazaña creadora de la patria hay ciertamente hombres y tierra, con los que la hazaña crea la patria, pero todavía no hay patria. Hasta que Recaredo nos deparó el vínculo espiritual en que habían de juntarse el Gobierno y el pueblo de España, aquí no había más que pueblos más o menos romanizados y sujetos a un Gobierno godo al que tenían que considerar como extranjero y enemigo. Gobernantes y gobernados habitaban la misma tierra, comunidad insuficiente para constituir la patria. Pero desde el momento en que los gobernantes aceptaron la fe, que era también la ley, de los gobernados, surgió entre unos y otros el lazo espiritual que unió a todos sobre la misma tierra y en la misma esperanza. Los hombres, la tierra, los sucesos anteriores, la conquista y colonización romanas, la misma propaganda del cristianismo en la Península no fueron sino las condiciones que posibilitaron la creación de España. Tampoco sin ellas hubiera habido patria, porque el hombre no crea sus obras de la nada. Pero la patria es espíritu; España es espíritu; la Hispanidad es espíritu: aquella parte del espíritu universal que nos es más asimilable por haber sido creación de nuestros padres en nuestra tierra, ahora llena de signos que no cesan de evocarlo ante nuestras miradas.

La patria es espíritu, como lo es la proposición de que dos y dos son cuatro, y ésta es la razón de que nos equivoquemos tan a menudo en las cuentas. También es espíritu el principio que dice que de dos proposiciones contradictorias, una, por lo menos, es falsa, lo que no impide que frecuentemente, sin darnos cuenta de ello, sigamos sobre un mismo asunto dos corrientes contradictorias de pensamiento. Toda la ciencia no es sino uno de los modos universales del espíritu. Pero ocurre, además, que el alma, "nuestra alma intelectiva es por sí y esencialmente la forma del cuerpo humano", como enseña Santo Tomás, y es artículo de fe desde los tiempos del Concilio de Viena de 1312, por lo que su formación y educación y salvación están ligadas también a las condiciones tempo-espaciales de su cuerpo, que es la razón de que desde el principio de los tiempos la Historia universal sea la historia de los distintos pueblos y cada uno de ellos aprenda mejor la lección del holocausto en la vida de los propios héroes que se sacrificaron por defender sus gentes y su tierra, que en la de los héroes de otros pueblos.

Como las obras de nuestros mayores han formado o transformado el medio físico y espiritual en que nos criamos, nos son también más fácilmente comprensibles que las de otros países. La patria es un patrimonio espiritual en parte visible, porque también el espíritu del hombre encarna en la materia, y ahí están para atestiguarlo las obras de arte plástico: iglesias, monumentos, esculturas, pinturas, mobiliario, jardines; y las utilitarias, como caminos, ciudades, viviendas, plantaciones; pero en parte invisible, como el idioma, la música, la literatura, la tradición, las hazañas históricas, y en parte visible e invisible, alternativamente, como las costumbres y los gustos. Todo ello junto hace de cada patria un tesoro de valor universal, cuya custodia corresponde a un pueblo. Puede compararse, si se quiere, al original de un libro antes de haberse impreso y cuando su autor trabaja en él. Ella, naturalmente, mientras: "No es Babilonia ni Nínive, enterrada en olvido y polvo". Mejor fuera decir que cada patria viviente es una sinfonía inacabada, que cada hombre conoce y siente más o menos en proporción de su memoria y su afición. Hay almas que recuerdan muchos más compases que las otras y las que mejor se saben la música ya oída suelen ser las que más intensamente anhelan la que les falta oír y las más capaces de componerla.

Al decir que la patria es una sinfonía o sistema de hazañas y valores culturales, queda rechazada la pretensión que desearía fundar exclusivamente las naciones en la voluntad de los habitantes de una región cualquiera, ya constituidos en Estado independiente o deseosos de hacerlo. Al término de la guerra europea se intentó modificar, con arreglo a este principio, la geografía política de la nueva Europa. Y es que si las naciones no se basan más que en la voluntad, pueden triunfar los cantonalismos más absurdos, si la doctrina imperante es la de que los derechos a la soberanía sólo se basan en la voluntad de quien los alega. Los pueblos mudan de parecer y ocurre que sólo se mantienen las nacionalidades que pueden defenderse contra la ambición de sus vecinos, que también suelen ser las que encarnan algún valor de Historia universal cuya conservación interesa al conjunto de la Humanidad.

No se forman conciencias de ciudades o de naciones al agruparse los individuos. No hay almas colectivas. No hay conciencias colectivas. Lo que hay es valores colectivos cuya conservación interesa a los individuos y a las familias y a los pueblos.

Las almas nos e unen entre sí; se unen en Dios o se unen en la patria. Mientras peregrinan por el mundo no pueden unirse en almas superiores, porque no hay en la tierra almas superiores a la humana. En el acto de la oración nuestra alma se eleva solitaria: "Sola cum solo". Sólo de Dios espera la salud. Delos santos no pedimos más que la intercesión. Y tampoco hace falta considerar a la patria como una diosa para vivir y morir por ella. Nadie reza a su patria, pero todos estamos obligados a rezar por ella y de hecho rezamos, aunque sin darnos cuenta de ello, cuando pedimos el pan de cada día, porque de la patria lo recibimos casi siempre, lo mismo el del cuerpo que el del alma.

Por eso es insuficiente el patriotismo que sólo se refiere a la tierra o a nuestros compatriotas, aunque sea muy provechoso estimularlo todo lo posible. Es cosa excelente que los hombres se enternezcan al recuerdo del paisaje natal, que crean que las mujeres de su tierra son las más hermosas del mundo, que cifren su confianza en la honradez y virtudes de sus compatriotas y que estén seguros de que no hay alimentos comparables a los de su región. También son valores los biológicos, aparte de que contribuyen a la felicidad de cada pueblo. Hasta pudiera decirse que con la conciencia de estos valores biológicos se forma el patriotismo de la patria chica, de la región nativa.


Un lema de caballeros

Nuestro pasado nos aguarda para crear el porvenir. El porvenir perdido lo volveremos a hallar en el pasado. La Historia señala el porvenir. En el pasado está la huella de los ideales que íbamos a realizar dentro de diez mil años. El pasado español es una procesión que abandonamos, los más de nosotros, para seguir con los ojos las de países extranjeros o para soñar con un orden natural de formaciones revolucionarias en que los analfabetos y los desconocidos se pusieran a guiar a los hombres de rango y de cultura. Pero la antigua procesión no ha cesado del todo. Aún nos aguarda. Por su camino avanzan los muertos y los vivos. Llevan por estandartes las glorias nacionales. Y nuestra vida verdadera, en cuanto posible en este mundo, consiste en volver a entrar en fila. "¿Decíamos ayer?..." Precisamente. De lo que se trata es de recordar con precisión lo que decíamos ayer, cuando teníamos algo que decir. Esta precisión, en general, sólo la alcanzan los poetas. Si tenemos razón los españoles historicistas, han de venir en auxilio nuestro los poetas. Si la plenitud de la vida de los españoles y de los hispánicos está en la Hispanidad, y de la Hispanidad, en el recobro de su conciencia histórica tendrán que surgir los poetas que nos orienten con sus palabras mágicas.

¿Acaso no fue un poeta el que asoció por vez primera las tres palabras de Dios, Patria y Rey? La divisa fue, sin embargo, insuperable, aunque tampoco lo era inferior la que decía: Dios, Patria, Fueros, Rey. Nuestros guerreros de la Edad Media crearon otra que fue talismán de la victoria: "¡Santiago y cierra España!". En el siglo XVI pudo crearse, como lema del esfuerzo hispánico, la de: "La fe y las obras". Era la puerta del reino de los cielos. ¿No podría fundarse en ella el acceso a la ciudadanía el día en que deje de creerse en los derechos políticos del hombre natural? Los caballeros de la Hispanidad tendrían que forjarse su propia divisa. Para ello pido el auxilio de los poetas. Las palabras mágicas están todavía por decir. Los conceptos, en cambio, pueden darse ya por conocidos: servicio, jerarquía y hermandad, el lema antagónico al revolucionario de libertad, igualdad, fraternidad. Hemos de proponernos una obra de servicio. Para hacerla efectiva nos hemos de insertar en alguna organización jerárquica. Y la finalidad del servicio y de la jerarquía no ha de consistir únicamente en acrecentar el valer de algunos hombres sino que ha de aumentar la caridad, la hermandad entre los humanos.

El servicio es la virtud aristocrática por excelencia. Ich dien, yo sirvo, dice en tudesco el escudo de los reyes de Inglaterra. El de los Papas dice más: Servus servorum, siervo de los siervos. Es el lema de toda alma distinguida. Si se le contrapone al de libertad se observará que el de servicio incluye la libertad., porque libremente se adopta como lema, pero el de libertad no incluye el de servicio: "Mejor reinar en el infierno que servir e el cielo", dice el Satán de Milton. La jerarquía es la condición de la eficacia, lo específico de la civilización, lo genérico de la vida, que parece aborrecer toda igualdad. Toda obra social implica división del trabajo: gobernantes y gobernados, caudillos y secuaces. Disciplina y jerarquía son palabras sinónimas. La jerarquía legítima es la que se funda en el servicio. Jerarquía y servicio son los lemas de toda aristocracia. Una aristocracia hispánica ha de añadir a su lema el de hermandad humana. Frente a los judíos, que se consideraban el pueblo elegido, frente a los pueblos nórdicos de Europa, que se juzgaban los predestinados para la salvación, San Francisco Javier estaba cierto de que podían ir al cielo los hijos de la India y no sólo los brahmanes orgullosos, sino también, y sobre todo, los parias intocables.

Ésta es una idea que ningún otro pueblo ha sentido con tanta fuerza como el nuestro. Y como creo en la Humanidad, como abrigo la fe de que todo el género humano debe acabar por constituir una sola familia, estimo necesario que la Hispanidad crezca y florezca y persevere en su ser y en sus caracteres esenciales, porque sólo ella ha demostrado vocación para servir este ideal.



Ramiro de Maeztu Whitney


Corria el año 711...



El año 711 consigna una batalla decisiva, la de Guadalete, cuyo resultado provocó que empezara a perderse Hispania. La España cristiana fue derrotada desde dentro y desde fuera, por sus enemigos y por sus naturales en disputa civil para hacerse con el poder regio. Enfrentados el ejército cristiano contra el mahometano o musulmán —fuerza invasora llamada para apoyar las pretensiones del clan nobiliario de los hijos de Vitiza (o Witiza) que deseaban apartar del trono al rey Rodrigo, duque de la Bética, electo rey de España el año 710. Tras la batalla, la traición continuó para que los vencedores islamitas prosiguieran avance arrollador y conquista con pocas aunque notables oposiciones de extremo a extremo de la Península.

En la Crónica de Albelda (Epitome ovetensis) —extractada por el historiador Ricardo de la Cierva—, declara el rey cronista Alfonso III: Sarraceni evocati Spanias occupant "Llamados los sarracenos, ocupan las Españas". Ob causam fraudis filiorum Uitizani sarraceni ingressi sunt Spaniam "Por fraude de los hijos de Vitiza, los sarracenos entraron en España". Filii uero Uitizani, invidia ducti eo quod Rudericus regnum patris eorum acceperat callide cogitantes, missos nuncios ad Africam mittunt, sarracenis in auxilium petunt, eosque nauibus aduectus Ispaniam intromittunt "Los hijos de Vitiza, movidos por la envidia, porque Rodrigo se había apoderado del reino de su padre, discurriendo astutamente, envían legados a África, piden auxilio a los sarracenos y los meten en España por medio de navíos".

Se ha consumado la traición de los hijos de Vitiza entre el 27 de abril (desembarco sarraceno en la roca hoy denominada de Gibraltar, antes roca de Calpe y luego de Táriq) y el 19 de julio de 711 (fecha de la batalla de Guadalete y derrota del rey visigodo don Rodrigo).

Pese a la ayuda interna que recibieron los musulmanes, previa y posterior a su desembarco en la Península, sí hubo resistencia antes de llegar a la cornisa cantábrica —subraya el historiador César Vidal. Una resistencia prolongada que obligó a los invasores a dotarse de sucesivos contingentes militares traídos de del norte africano y a negociar acuerdos de convivencia con núcleos cristianos irreductibles, como el de Teodomiro en Orihuela. Una resistencia cierta y mayor que la opuesta a los pueblos germánicos, que se mantuvo activa cuando cedió la del Sur y el Este de España.

La rebelión hispana de astures y godos

Así se expresa el historiador Claudio Sánchez Albornoz en su extraordinaria obra Orígenes de la Nación Española. El Reino de Asturias: "Sí, la Reconquista se inició en tierras y por hombres como ningunos otros del mundo antiguo, y aun de Hispania, propicios bello reparando, como escribe Tito Livio de España y de los españoles. Me atrevo a escribir que sólo allí, en las serranías cántabro-astures y por sus moradores, pudo iniciarse la resistencia al Islam que dominaba desde la India hasta Galicia"

A la alta meseta, superada la frontera del río Duero, en Galicia y tal vez en Asturias, llegaban en los años siguientes al 711 masas de población berberisca. Los refugiados astures y godos soportaron la dominación musulmana, entre pactos y reyertas sin calado, un periodo impreciso, tal vez un lustro, sometidos los cristianos al pago de una contribución territorial (yizia, cuya cuantía oscilaba entre un diezmo y la mitad de los frutos de tierra) y de la capitalización personal (jaray, variable según la riqueza de los cristianos sometidos).

También la concentración de los hispanos-godos fue mayor en esta zona que en el resto de España como consecuencia del fenómeno migratorio en pos de seguridad y libertad. Entre los emigrados godos que se acogieron a Asturias, figuraba Pelayo, hijo de un duque llamado Fáfila, probablemente dignatario de la corte del rey Égica. Pelayo puede que sirviera como espatario (porta espada) de la corte del rey Vitiza, posteriormente desplazado por decisión regia de la corte de Toledo y puesto a disposición de Rodrigo, duque de la Bética, ayudando a que escalara el trono toledano. Cuando Rodrigo se ciño la corona, Pelayo recobró su puesto en el palacio.

Vencido el ejército del rey godo Rodrigo por las huestes agarenas, Pelayo marchó con su familia al Norte, anticipado a la expansión de los invasores. La sombra musulmana era larga y poderosa, rápida y convincente en demasiados pagos dispuestos a ceder y someterse a la voluntad del brioso llegado por la fuerza de las armas. Al correr del tiempo y la dominación hubo paz acordada entre los refugiados godos y los naturales de la zona norteña, de una parte, y los musulmanes, empujando y enseñoreados, de la otra. Pelayo, que no era el monarca que sucedió al vencido por Táriq ibn Ziyad (Tariq) y Musa ibn Musair (Muza), entró con su hermana en Asturias y allí se estableció viviendo incorporado al pago de la capitulación y el del impuesto territorial.

"El destino que la historia le tenía reservado era de una trascendencia absoluta: caudillo de un pueblo levantado, fundador de una monarquía, restaurador de la cristiandad, paladín de la civilidad europea frente a la religión y la cultura islamitas y africanas. Sin sospecharlo, Pelayo y sus huestes iban a iniciar la reconquista de una nación invadida y vencida"

Administradores y tributarios

Existían en la región guarniciones musulmanas, por ejemplo en Amaya (Cantabria), León, Astorga y Lugo, e importantes asentamientos bereberes (que procedentes de Mauritania fueron, sin duda, la fuerza de choque de Táriq y Muza) en localidades estratégicas para la vigilancia del territorio y el afianzamiento de su aportación fiscal.

El escenario en cuanto a geografía presenta tres aspectos: la región de las altas cumbres, de gargantas cerradas y ríos torrenciales; la región en declive de cumbre a costa con bosques, prados, valles estrechos y hondos, aldeas y caseríos dispersos; la región de los principales asentamientos humanos, de clima húmedo y templado, de valles abiertos, zonas de cultivo y cursos de agua apacibles. La población era escasa, si tomamos otras referencias orientales y meridionales, mezcla de autóctonos, astures, y refugiados godos.

Fue nombrado gobernador del territorio que al cabo sería preámbulo de la Reconquista el berberisco Munuza, quien cuenta la tradición se prendó de la hermana de Pelayo, de nombre Ermesinda (o Adosinda), y que para conseguirla de grado o por fuerza envió al noble godo a la capital del emirato. Tradiciones árabes igualmente remotas y fidedignas, presentan a Pelayo como rehén en Córdoba.

El valí de España, Al-Hurr, aposentado en Córdoba, designó prefectos para gobernar las diversas tierras de Hispania —elegido Munuza para los astures—, obligando cual práctica de dominio al envío hacia el Sur de notables que garantizasen la obediencia de los autóctonos de cada territorio conquistado. Pelayo fue uno de los conminados al viaje meridional, procurándose a la vez, el gobernador Munuza un campo más libre para su ínfula amorosa. El primer valí de España, Abd al-Aziz, hijo de Muza, se había casado con Egilona, viuda del último rey godo; otros caudillos musulmanes se casaron con otras mujeres españolas. Con frecuencia se han vinculado en matrimonio los conquistadores con las hijas de familias distinguidas de las gentes vencidas, relata la historia.

Pelayo permaneció en la corte del valí máximo Al-Hurr hasta que entre marzo y agosto de 717 pudo fugarse de Córdoba de vuelta a tierras asturianas. Durante la forzosa ausencia fue cuando su hermana se desposó con Munuza, a satisfacción de éste, pero una vez de regreso Pelayo se negó a aprobar el matrimonio y empezó a conspirar para deshacerlo y oponerse en las demás cuestiones a Munuza.

El emir de España, por su parte, envió sicarios al gobernador Munuza con órdenes de prender al fugitivo y de llevarle preso de nuevo a Córdoba. El buscado, sin reparar ni caer en las celadas que se iban tendiendo en torno a él, por confidencia de un aliado supo del peligro cierto e inminente que le acosaba. Ya que el número de perseguidores anulaba cualquier tentativa de resistencia, Pelayo optó por escapar disimuladamente. Seguido, no obstante, de cerca llegó a orillas del río Piloña, que cruzó con dificultad, y mientras los esbirros del valí frenaban su ímpetu de captura ante las bravas aguas del río, el fugitivo se acogió al insondable paisaje protector.

Apunte orográfico

Parecía condenado al fracaso todo intento de asalto a tamaño reducto, fortaleza natural, hostil a cualquier invasor. En la región astur como nuevas defensas se alzan más altas cimas tras las primeras sierras, y aunque se lograse conquistar una entrada, nada efectivo en aras de la conquista definitiva se habría logrado. Dentro de los escarpados y níveos baluartes, los tres grandes macizos de Peñas Santas, de los Urrieles y de Andara, erizados de cumbres y hendidos por abismos pavorosos, no pueden ser hollados a poco que sus habitantes los defiendan; describe minuciosamente Sánchez Albornoz.

Una vía antigua, probablemente de origen romano, cruzaba el macizo de Norte a Sur, viniendo de la costa, avanzando hacia la planicie mesetaria. Desde el valle de Cabrales, trazando en zigzag, la calzada ganaba las cumbres de los Picos por los puertos de Era y de Corao; iba después de Tielve a Sotres, remontaba el río Duje aguas arriba hasta los puertos de Aliva, descendía a Espinama, subía al collado de Remoña, cruzaba el Pan de Trave y, por la Portilla de la Reina, bajaba hacia Riaño.

Al Este y al Oeste de este inmenso baluarte quedan abiertos y hospitalarios los fértiles valles de Liébana —por donde sorprendentemente tratarían de huir los supervivientes islámicos de la batalla de Covadonga— y el de Cangas de Onís —por donde irrumpieron en busca de Pelayo las huestes de Córdoba cuando se decidieron a eliminar la rebeldía naciente. Apoyados en aquel formidable macizo montañoso son de fácil acceso y constituyen los únicos caminos practicables para ascender al gigantesco laberinto. Destaca el historiador que tales valles ricos de vegetación, capaces de sostener una población relativamente densa, ocultos, apartados de las rutas más cómodas y usuales, protegidos por la vecindad de las montañas, debieron ser lugares favoritos de refugio para los astures insumisos y para los emigrados visigodos.

Un rebelde que suma rebeldía

Pelayo, al cruzar el río Piloña —el Rubicón de la Reconquista, lo define Ricardo de la Cierva— escapando de sus perseguidores, pudo encaminarse hacia el valle de Cangas. El dos veces fugado y burlador del enemigo era declarado un rebelde. Sólo le cabía huir y ocultarse en los montes vecinos o conspirar y alzar en armas a los moradores de la región; atacando y resistiendo.



"Pelayo era hombre capaz de reaccionar ante las circunstancias, con hechos probados, y vencer al destino sobre él cernido, eludió el amparo de las anfractuosidades del terreno y fue a buscar prosélitos para la rebeldía en la asamblea judicial o concilium convocado con anterioridad a su aventura en Cangas.

"Pelayo excitaría a la sublevación a los naturales de la zona, a esos astures que poblaban las estribaciones occidentales de los Picos de Europa. Les reprocharía su ignominiosa sumisión y les movería a la venganza y a la lucha. Entre aquellos bravos montañeses mal romanizados y peor sometidos a los godos tuvo eco el llamamiento del rebelde; se alzaron en armas y se unieron a Pelayo. Los convocó éste a una asamblea general y en ella le reconocieron como caudillo".

Ocurrían estos sucesos el año 718. Cabe suponer que la nobleza goda refugiada en aquel territorio defensivo no intervino en los primeros momentos de la sublevación, aunque quizá después se uniese a ella viéndola triunfante; es conocida y reconocible la ambigüedad de quienes se amoldan a los periodos de la historia con el propósito de sobrevivir medrando. Los astures habían elegido a Pelayo para dirigirlos en la batalla no para restaurar la monarquía visigoda; la idea continuadora y dinástica surgirá después, consolidado el reino de Asturias y los alzados buscando un pasado en el que identificarse y desde el que seguir. Los rebeldes ya crecidos e inspirados en su causa empezaron a demostrar el encono y el rechazo de manera harto eficaz y evidente: no pagando los tributos acostumbrados al invasor y hostigando con ataques localizados a los berberiscos musulmanes allí asentados, guiados por el ansia de venganza y amor a la libertad más que por fines estrictamente políticos.

En Córdoba no se dio en principio mayor importancia a las confusas noticias que venían del Norte. España no estaba todavía por entero sometida ni por entero organizada a voluntad del invasor; apenas se había iniciado el proceso de ordenación del régimen político que había de perdurar. La noticia de que en un extremo escarpado de Hispania algunos montañeses grutescos se habían reunido en partida dándose un jefe, penetraba la corte musulmana ese 718. Pugna de poderes hilvanados: "Ni en el Norte habrá resurgido el reino visigodo con la elección por los astures de Pelayo, ni en el Sur existía ya un gobierno maduro que pudiera decidirse a estrangular el alzamiento del grupo rebelde, reducido y lejano"

Tributos y sometimiento al vencedor

Durante los tres años de su gobierno, Al-Hurr envió gobernadores (jueces) por toda la Península, procurando organizar el fisco musulmán, fijando los impuestos de los cristianos sometidos y castigando con ejemplaridad a los muslimes que llevados de la codicia retenían tesoros ocultos. Eso sí, permitió a los españoles gozar en paz de sus bienes. Y entre luchas y pacificaciones territoriales, anhelando triunfos resonantes y expansivos, se encaminó desde la Hispania Ulterior, Andalucía, a la Citerior, la costa mediterránea y el valle del Ebro, con la intención de cruzar los Pirineos y ocupar manu militari la Galia Narbonense. Pero el valí Al-Hurr fue reemplazado en la primavera del 719 por lo que no pudo emprender ni ordenar ninguna expedición contra los sublevados.

El califa Umar designo como nuevo valí a Al-Samah, quien consagró los dos años que rigió la Península a la organización de la España musulmana y a la conquista de la Narbonense visigoda —rico jirón del reino hispano-gótico que quedaba todavía por ganar— y no tuvo plazo para castigar a los insurgentes astures.

Al-Samah fue un gestor eficiente, apaciguador de muchas disputas administrativas y de reparto sobre la conquista habidas entre los primeros invasores y los siguientes y continuadores de la tarea, y el principal valedor para que el califa Umar no retirase a los árabes de España ante tamaños conflictos de apetencias y vanidades. El valí le disuadió estableciendo acuerdos y entregas que propiciaron una bonanza en el seno interno de la invasión facilitando consolidarse y expandirse. Emprendió la conquista de la Galia Narbonense, acometiendo a los francos, ganando Narbona y acosando Tolosa. Pero su fortuna no dio para más y el 9 de junio del año 721, el valí perdió la vida en la batalla que le enfrentó al duque de Aquitania Eudes (o Eudón).

A la muerte de Al-Samah, los soldados eligieron por jefe a Abd-al-Rahman-al-Gafiquí, que gobernó España hasta la llegada del nuevo emir, Anbasa ibn Suhaym-al-Kalbí en agosto de 721. El valí Anbasa, escocido por la derrota tolosana, preparó una fuerte expedición contra los cristianos norteños, montaraces, hostiles y crecidos; antes de un año se peleaba y se moría en la abrupta Asturias.

La pasividad de las huestes musulmanas durante los tres años transcurridos desde la elección de Pelayo por los astures y sus frecuentes ataques a los puestos avanzados y otras guarniciones islamitas, desembocaron en la determinación bélica de poner punto y final a la osadía que cuestionaba el poder de los nuevos dueños.

Para acabar con aquellos astures, afamados entre sus gentes, Anbasa ordenó en 722 que fuese a someterles un ejército mandado por el también bereber Alqama. Pese a no creer que los españoles ofrecieran cumplida resistencia ante una fuerza disciplinada, aprestada y numerosa, a fin de negociar una rápida y beneficiosa capitulación si la ocasión terciaba, dispuso la autoridad musulmana que acompañara a la hueste militar el prelado hispalense Oppas, hermano de Witiza, "un gran zurcidor de voluntades, amigo de los agarenos, y de la misma raza y religión que los sublevados" en las peñas septentrionales.

La fuerza sarracena aprovechó la vía romana que cruzaba la cordillera Cantábrica por el Puerto de la Mesa para entrar en la región astur, libre de guardianes los pasos de la supuesta frontera. Según las fuentes musulmanas, la expedición de castigo se realizó con éxito. Asturias fue conquistada, rendido sus pueblos, la mayoría de los rebeldes retornaron a la obediencia e imperó la paz servil; los tributos fueron nuevamente pagados. El gobernador Munuza fijó su residencia en la portuaria Gijón, y desde ella se dispuso a organizar definitivamente la zona ganada en la fugaz contienda, mientras Alqama acorralaba al caudillo cristiano Pelayo en los inasequibles reductos del relieve asturiano. Los fáciles éxitos hasta allí conseguidos, las sumisiones alcanzadas, auguraban un feliz término a la empresa a no mucho desesperar.

La batalla de Covadonga

Las fuerzas cristianas habían quedado reducidas, aunque no tanto como deseaban y registran los cronistas árabes. Pelayo y su menguada pero aguerrida tropa no creyéndose seguro en el valle de Cangas se acoge al monte que la crónica de Alfonso III llama Auseva, a la garganta que hoy llamamos de Covadonga. En ella era improbable una derrota ante los islamitas de Alqama e imposible el copo. A menos de media jornada de camino se hallan los lagos y la meseta de la Bufarrera y más allá las cimas de los Picos de Europa y el valle de Baldeón, refugios seguros e inexpugnables.

"El lugar de la resistencia estaba elegido con acierto; era un sitio oportuno para enfrentar con ventaja al enemigo. En Covadonga —que será considerada cuna de España— se ahonda y profundiza el valle que parte de Cangas—después primera capital de la monarquía asturiana—, los cerros se convierten en montañas y al cabo se cierra por completo la garganta. Un saliente del terreno, un cerro de gran elevación, cubierto de maleza y de arbolado, el Cueto, oculta a los ojos de quien entra en el valle el final del embudo y disimula también una caverna imposible de tomar que se abre en una peña de silueta cóncava. La roca, a gran altura, avanza hacia el valle y a una treintena de metros sobre el suelo abre la boca de una cueva suficiente para trescientos hombres; y a sus pies da suelta el arroyuelo que riega toda la vega hasta desembocar, en Cangas, en el Sella".



El sitio había sido buscado adrede. Todo se conjuraba allí a favor de las tropas montañesas, ágiles para trepar por vericuetos o para arrojarse más que para descender desde las cumbres, conocedoras de los lugares capaces de ocultar y de las sendas por donde huir si necesario. Tal vez se rindió en la cueva desde antiguo culto a la Virgen Madre (Cova Dominica, cueva de la Señora); puede que con ese recuerdo, los cristianos confiaran en el divino auxilio para luchar allí contra los muslimes.

Alqama y su hueste militar se adentraron tras el caudillo rebelde Pelayo y sus irreductibles por el valle que lleva a Covadonga. "En un principio nada hacía presagiar un camino muy diferente al recorrido por los invasores en su travesía española salvando dificultades orográficas de consideración. Sólo las dos millas largas de hoz estrecha en que termina el valle pudieron evocar otros pasos difíciles, pero ya era tarde para retroceder". Esperaban al acecho los hombres de Pelayo. Alqama, que no demostró dotes de capitán experto, quizá supuso que el grupo de rebeldes acabaría rendido ante el poder del ejército marcial, como en ocasiones precedentes en geografías varias. El traidor Oppas, cristiano útil a la suposición del berberisco —u otro y otros de la misma jaez colaboracionista cuyos nombres, de haberlos, no se recoges en las crónicas del episodio— intentó convencer a Pelayo de la beneficiosa, y magnánima en lo posible, rendición. Negándose a capitular el solicitado acaeció el combate.

"El ‘asno salvaje', apelativo irritado impuesto a Pelayo por los cronistas musulmanes, empeñó su palabra no en la rendición, el vasallaje o el sometimiento, sino en la lucha por librarse de tan imponente y porfiado enemigo; lo cual aconteció el 28 de mayo de 722, el día de Arafa del año 103 de la hégira"

Mientras el caudillo resistía en la cueva, los montañeses ocultos en las laderas de los cerros cayeron sobre Alqama y la parte de su ejército que pudo entrar en el desfiladero al pie de la Peña y sus alrededores escarpados. Los astures pudieron sin dificultad cortar la línea sarracena, imposibilitado el invasor de maniobrar con soltura. En el momento decisivo Pelayo y los suyos salieron de la cueva. Alqama, incapaz de salvar el peligro, fue muerto y Oppas —quizá también los demás traidores— fue hecho prisionero.

Falto el ejército agareno de su jefe, dividida la hueste en dos, atacada con furia de victoria, una sacudida de pánico recorrió sus filas. Nadie acertó a tomar el mando y reorganizar la batida o la retirada, por lo que la tropa se dio a la fuga. "La retaguardia fue quizá envuelta y destruida o tal vez pudo huir rumbo a Cangas; pero aun en este caso, los mismos astures y godos hacía poco hacía poco vencidos y acomodados a la paz del vencedor se alzarían contra los fugitivos"

La batalla de Covadonga según las crónicas árabes de la época
Dice Isa Ibn Ahmand al-Raqi que en tiempos de Anbasa Ibn Suhaim al-Qalbi, se levantó en tierras de Galicia un asno salvaje llamado Belay [Pelayo]. Desde entonces empezaron los cristianos en Al-Ándalus a defender contra los musulmanes las tierras que aún quedaban en su poder, lo que no habían esperado lograr. Los islamitas, luchando contra los politeístas y forzándoles a emigrar, se habían apoderado de su país hasta que llegara Ariyula, de la tierra de los francos, y habían conquistado Pamplona en Galicia y no había quedado sino la roca donde se refugia el señor (muluk) llamado Belay con trescientos hombres. Los soldados no cesaron de atacarle hasta que sus soldados murieron de hambre y no quedaron en su compañía sino treinta hombres y diez mujeres. Y no tenían que comer sino la miel que tomaban de la dejada por las abejas en las hendiduras de la roca. La situación de los musulmanes llegó a ser penosa, y al cabo los despreciaron diciendo "Treinta asnos salvajes, ¿qué daño pueden hacernos?". En el año 133 murió Belay y gobernó su hijo Fáfila. El dominio de Belay duro diecinueve años, y el de su hijo, dos.

La batalla de Covadonga según las crónicas de Alfonso III el Magno: Crónica de Albelda datada en el 881

Alqama entro en Asturias con 187000 hombres. Pelayo estaba con sus compañeros en el monte Auseva y que el ejército de Alqama llegó hasta él y alzó innumerables tiendas frente a la entrada de una cueva. El obispo Oppas subió a un montículo situado frente a la cueva y habló así a Rodrigo: "Pelayo, Pelayo, ¿dónde estás?". El interpelado se asomó a una ventana y respondió: "Aquí estoy". El obispo dijo entonces: "Juzgo, hermano e hijo, que no se te oculta cómo hace poco se hallaba toda España unida bajo el gobierno de los godos y brillaba más que los otros países por su doctrina y ciencia, y que, sin embargo, reunido todo el ejército de los godos, no pudo sostener el ímpetu de los ismaelitas, ¿podrás tú defenderte en la cima de este monte? Me parece difícil. Escucha mi consejo: vuelve a tu acuerdo, gozarás de muchos bienes y disfrutarás de la amistad de los caldeos".

Pelayo respondió entonces: "¿No leíste en las Sagradas Escrituras que la iglesia del Señor llegará a ser como el grano de la mostaza y de nuevo crecerá por la misericordia de Dios?". El obispo contestó: "Verdaderamente, así está escrito". [...] Tenemos por abogado cerca del Padre a Nuestro Señor Jesucristo, que puede librarnos de estos paganos [...].

Alqama mandó entonces comenzar el combate, y los soldados tomaron las armas. Se levantaron los fundíbulos, se prepararon las ondas, brillaron las espadas, se encresparon las lanzas e incesantemente se lanzaron saetas. Pero al punto se mostraron las magnificencias del Señor: las piedras que salían de los fundíbulos y llegaban a la casa de la Virgen Santa María, que estaba dentro de la cueva, se volvían contra los que la disparaban y mataban a los caldeos. Y como a Dios no le hacen falta lanzas, sino que da la palma de la victoria a quien quiere, los caldeos emprendieron la fuga.

La huida de los vencidos

Las tropas musulmanas vencidas en Covadonga, viéndose separadas del resto del ejército y sin posible retirada hacia sus bases, empujadas por los cristianos montañeses, a la desbandada, subieron por el único camino que se ofrecía a sus ojos que lleva a los lagos y a la meseta de la Bufarrera. En los primeros pasos de la fuga la matanza debió ser un hecho, pues aún hoy se denomina la huesera a un pequeño barranco situado en esa ruta a unos cientos de metros de distancia de la Cueva. Los cristianos abandonaron al fin a su suerte a los huidos que siguieron camino trompicado sin ser atacados por la espalda.

Crónica de Alfonso III: "Ningún paso difícil hallaron los Caldeos en las primeras horas de su marcha". Alcanzaron la despejada meseta de la Bufarrera y de allí, en descenso, fueron hacia la majada de Balbín y continuaron desde la vega de la Huelga a los puertos de Ostón, luego dirección al mediodía por el de Culiembros hasta la garganta del Cares, imponente y aterradora. Empujados por el ansia de vida del que huye bajaron al cauce del río Cares y a por la salida comenzaron a trepar por la collada vecina perdiendo no pocos efectivos que dieron con sus huesos en el foso abajo; el resto, todavía numerosos ganó las cumbres de Amuesa. La ruta de escape se mostraba propicia sólo hacia el Noreste, faldeando las altas cumbres y el Cares en el fondo, protegidos si así puede decirse por un hayedo que en su epílogo asomaba a la garganta que desciende hasta la población de Bulnes. Precisados de llegar al fondo del hoyo acometieron una pedriza prolongada, peligrosa por la resbaladiza combinación del agua, la niebla y el hielo, pero en descenso y con las miras en el lecho del valle.

Desde Bulnes y ante la mole cónica del Naranjo decidieron seguir hacia Levante por las faldas meridionales de la sierra de Maín, alcanzando el poblado de Sotres. Por la ruta más despejada de entre las opciones y hacia el Sur fueron, camino del cerro de La Lomba del Toro y las llanuras de los Puertos de Aliva: Campo mayor y Campo Menor. Raudos a través del paso rocoso del Boquejón se lanzaron los musulmanes hacia la vega de Espinama, creyéndose en seguro definitivamente al transitar por tierra más abierta y con el interminable y laberíntico macizo de los Picos a la espalda.

Afirma siglo y medio después Alfonso III en su crónica que los prados de Espinama eran el reclamo de los huidos musulmanes. "Bordeando el río Deva y aún dentro del predio de Cosgaya, marchaba el resto de aquel ejército que iba a someter a los rebeldes cuando, al anochecer del día siguiente al del combate en Covadonga, faldeando el Subiesdes un desprendimiento de tierras y de piedras sepultó en las aguas del río a otro grupo de islamitas". De los demás, aquellos que derrotados en la batalla vencieron las dificultades de la huida, nada se sabe a ciencia cierta. Quizá, intuye Sánchez Albornoz, perecieron de fatiga tras escalar tantas montañas y saltar tantos abismos, o sucumbieron a la penuria o al aislamiento o al acoso de los naturales de la Liébana.

La consecuencia inmediata de una batalla decisiva
La campaña de castigo organizada contra los españoles rebeldes tuvo un final no menos decisivo que la derrota de Covadonga.

Cuando el gobernador Munuza, afincado en Gijón, supo con certeza de la derrota en Covadonga, previendo que la lucha iría a más y contraria a sus armas e intereses, optó por alejarse de aquella tierra áspera e insurgente, activada contra los musulmanes. Camino de lugar más a resguardo y aliado puso el gobernador y su tropa, pero fue mal elegido la ruta de escape hacia el Sur —"si es que alguna ruta era propicia para abandonar Asturias". Los naturales de la región, al acecho constante y animados de fuerza y éxito, cayeron sobre las desconcertadas huestes de Munuza mientras transponían los crestones rocosos que cierran la salida meridional del valle de Olalíes y las aniquilaron. También feneció el gobernador, y después de este nuevo desastre —la batalla de Olalíes— ningún musulmán quedó vivo al otro lado de los montes cantábricos.

Pelayo y su tropa de montaraces se había levantado más por agravios personales y natural indómito que con miras políticas. Puede decirse con justicia que a Pelayo se debe la rebelión, el alzamiento y la victoria; la primera y más importante por su trascendencia y sobre todo continuidad.

Con la victoria había nacido un núcleo de resistencia cristiana contra los musulmanes, en una tierra en su totalidad poblada por cristianos.

Los musulmanes se engañaron respecto a lo que en Asturias ocurría; no vieron en las derrotas de Covadonga y Olalíes sino unos fracasos remediables e intrascendentes.

Los sentimientos de unos y otros ante un mismo suceso

Expone Ricardo de la Cierva las antagónicas apreciaciones de vencedores y vencidos. La fe cristiana—remarca— sí que había penetrado en Asturias y tras la expulsión de los musulmanes, motivada por la derrota en Covadonga, la identidad cristiana afianzó la romanización pero no bajo la férula de Roma sino desde la independencia cristiana fortalecida con el victorioso hecho de armas; a todas luces una gesta, y una reivindicación de presente y futuro.

La suma de astures a medio romanizar, godos e hispano romanos, refugiados en aquellos profundos valles asequibles a la defensa, cobraron conciencia de que el poderoso enemigo no iba a cejar en su conquista, antes o después, herido y vengativo. No obstante, los vencedores, aunque en trance de asimilar lo conseguido y conformando una sociedad compleja, intuyeron que estaban empezando algo nuevo que surgía, tras la pérdida de España, por una victoria casi o sin casi milagrosa, mostrándose decididos a continuar la tarea emprendida. La Reconquista del territorio y sus valores.

No apreciaban tal consistencia ni mérito ni propósito de continuidad los musulmanes, pese a esa primera y segunda derrota consecutivas. Sus ambiciones inmediatas sobrevolaban la dominación de Europa vía las Galias; primero ellas, después el resto. La cornisa cantábrica era un enclave sin importancia.

Pelayo, primer rey de Asturias, regresaba de Covadonga y de Olalíes convertido en héroe, estableciendo su primera capital en Cangas de Onís. Allí entregaría a su hija Ermesinda a Alfonso, hijo del duque de Cantabria. Este enlace entroncaba a Pelayo con lo más granado de la nobleza visigoda, a la que también pertenecía él por nacimiento, a la vez que garantizaba, objetivamente, la continuidad de la Monarquía española.

El propósito reconquistador es obvio, proclamado con el descenso victorioso a Cangas del caudillo Pelayo y desde la alianza matrimonial con Cantabria, en cuyas tierras había sido aniquilada la vanguardia islámica derrotada.

AL morir el gobernador general Anbasa el año 726 nadie sabía en la España árabe-oriental. Al-Andalus, que en los montes asturianos latía el germen cristiano que terminaría con el Islam al correr y guerrear de siete largos siglos.




La leyenda



Cuenta la historia que durante la batalla de Covadonga, se abrieron los cielos y se distinguió una figura. Era una cruz la que estaba plasmada. Don Pelayo entonces juntó dos palos de roble en forma de cruz. Los alzó sobre el campo de batalla en el que se situaban los musulmanes y llovieron piedras sobre ellos. Así, los cristianos derrotaron a los ejércitos herejes a base de piedras desde la cueva de Covadonga donde se encontraba la Virgen María. Otra versión de la historia dice que cuando Don Pelayo alzó la cruz en el campo de batalla, el general musulmán (Alqama), falleció y los musulmanes al ver esto se retiraron y huyeron de la batalla. Una vez vencidos los musulmanes, la corona de la Virgen María brillaba con esplendor dentro de la cueva.

La Cruz que forjó Pelayo según la leyenda en la batalla, ha permanecido hasta nuestros días en el escudo oficial de la bandera de Asturias y en la cruz que mandó forjar Alfonso III el Magno y que hoy se encuentra en la Santa Catedral Basílica.

"Trae de azur la Cruz de la Victoria, también llamada de Pelayo, revestida de oro y piedras preciosas por Alfonso III el Magno en el Castillo de Gauzón, trasladada después al relicario de la Santa Catedral Basílica donde se resguarda; penden de sus brazos las letras Alpha y Omega, primera y última del abecedario griego, simbolizando a Cristo, principio y fin de todo lo creado; y por orla, alrededor del escudo, las palabras ‘Hoc signo teutur pius' a la diestra, y ‘Hoc signo vincitur inimicus' a la siniestra de oro". Ciriaco Miguel Vigil, Heráldica Asturiana, Oviedo 1892.


Puente romano de Cangas de Onís, colgantes en los brazos de la cruz las letras alfa y omega