lunes, 4 de junio de 2012

Esparta..Eugenesia y crianza..



El abandono de los bebés enfermos, débiles o deformes por parte de los espartanos era más humanitario y, en realidad, mil veces más humano que la lamentable locura de nuestro tiempo presente, en que los sujetos más enfermizos son preservados a cualquier precio, siguiendo a esto la crianza de una raza de degenerados lastrados con la enfermedad.(Adolf Hitler)


La crianza espartana rebosa de aquello que Nietzsche en su "Ocaso de los ídolos" llamó "moral de cría" respecto al hombre superior, como oposición a la "moral de doma" que con él lleva al cabo, por ejemplo, el cristianismo. Lo que hacían los espartiatas era extremar la selección natural para poder obtener en el futuro una raza de hombres y mujeres perfectos. El culto a la perfección actualmente suscita airadas protestas entre los adalides del politicocorrectismo actual, siempre contentos con decir que la perfección es inalcanzable ―con lo cual pretenden justificar y excusar su propia incapacidad para mejorar . Se puede decir que el sistema de eugenesia precedía incluso al nacimiento, porque a la joven embarazada y futura madre se le hacía practicar ejercicios especiales pensados para favorecer que su futuro hijo naciese sano y fuerte, y que el parto fuese fácil. Nada más demencial que los tiempos presentes, en los cuales mujeres que no han hecho deporte en su vida, se ven forzadas a dar a luz de forma traumática, sin la preparación física y mental necesaria, como un soldado que va a la guerra sin entrenamiento militar.Recién nacido el bebé, la madre lo bañaba en vino. Según la costumbre espartana, el contacto corporal con el vino hacía que los epilépticos, decrépitos y enfermizos entraran en convulsiones y se desmayaran, de modo que los débiles morían al poco tiempo, o al menos podían ser identificados para su eliminación; pero los fuertes eran endurecidos como el acero, en cuerpo y alma.Si pasaba la prueba, el bebé era llevado por su padre al Lesjé ("pórtico"), e inspeccionado por un consejo de sabios ancianos para juzgar su salud y fortaleza, y determinar si sería capaz de soportar una vida espartana. Todos los bebés que no eran sanos, hermosos y fuertes eran llevados al Apothetai o Apótetas ("lugar de rechazo") en la ladera Este del monte Taigeto (2.407 metros de altura) desde donde eran arrojados a Kaiada o Kheadas (el equivalente espartano a la Roca Tarpeya romana), La luna sobre el monte Taigeto.

una fosa situada 10 kilómetros al Noroeste de Esparta. Kaiada, hasta nuestros días, es un lugar que siempre ha estado rodeado de leyendas siniestras. No sólo los niños defectuosos eran arrojados a sus profundidades, sino también los enemigos del Estado (cobardes, traidores, rebeldes mesenios y sospechosos) y algunos prisioneros de guerra. Recientemente se han descubierto numerosos esqueletos allí sepultados, incluyendo de mujeres y niños.

bebés defectuosos en los bosques para ser devorados por los lobos. En las SS, a los bebés que nacían deformes, débiles o enfermizos se les sofocaba al nacer, y posteriormente se informaba a los padres de que el niño había nacido muerto. Según Plutarco, para los espartanos, "dejar con vida a un ser que no fuese sano y fuerte desde el principio no resulta beneficioso ni para el Estado ni para el individuo mismo". Bajo este principio se ejecutaba, en un acto de compasión verdadera, a todos los bebés que no eran perfectamente sanos. Esto, además de eugenesia, era aristogenesia ("el mejor nacimiento" o "nacimiento de los mejores"). Lo que la Naturaleza suele hacer de modo lento y doloroso, los espartanos lo hacían de modo rápido y casi sin dolor, ahorrando trabajos y sufrimientos innecesarios. En vez de soslayar las leyes naturales —como hace la sociedad tecnológica moderna—, los espartanos las elevaban al máximo exponente, y creaban un mundo donde era imposible huir de ellas.

La mayoría de Estados helénicos (como la totalidad de pueblos indoeuropeos de la antigüedad) siguieron tácticas similares de selección eugenésica en las que se daba por supuesto que el derecho a la vida no era para todos, sino que era necesario ganárselo demostrando ser fuerte y sano. Tal idea viene de la convicción inconsciente de que el pueblo al que se pertenece ha interiorizado un pacto con la Naturaleza. La diferencia estriba en que, en el extranjero, la eugenesia era opcional, pues la decisión correspondía a los padres, de tal modo que el seleccionar a los bebés era una política privada y doméstica. En Esparta, en cambio, la selección era una política estatal plenamente institucionalizada. Los espartanos veían en estas medidas un asunto de vida o muerte, y de supervivencia en cuanto a comunidad de sangre. Asumían estas medidas con convencimiento, pues les habían ayudado en el pasado a superar situaciones tremendamente adversas. Su objetivo era asegurar que sólo los aptos sobrevivirían y favorecer la evolución, manteniendo así bien alto el nivel biológico de Esparta y, sobre esta base, lograr un perfeccionamiento a todos los niveles.


Los bebés que sobrevivían a la selección eran devueltos a sus madres e incorporados a una hermandad masculina o femenina según su sexo —generalmente la misma a la que pertenecían su padre o su madre. Poco o nada se sabe sobre estas hermandades, pero probablemente era allí donde los espartanos eran iniciados en el culto religioso, donde se les enseñaba a tomar las riendas de sus fuerzas interiores, a despertar su espíritu y a recibir la sabiduría de la que Esparta era heredera. Tras haber sido aceptados en dicha hermandad, pasaban a vivir con sus madres y las niñeras, criándose entre mujeres hasta los 7 años. 


Durante estos 7 años, la influencia femenina no los suavizaría, dado que se trataba de mujeres que sabían criar sin ablandar. Las madres y niñeras espartanas eran un auténtico ejemplo de maternidad sólida: jóvenes duras, severas y virtuosas, imbuidas y convencidas de la profunda importancia y el carácter sagrado de su misión. Habían sido entrenadas desde que nacieron para ser mujeres de verdad —para ser madres. Se les extirpó cualquier tipo de excesiva ternura o compasión que pudieran tener para con su hijo. Si el bebé era defectuoso, debía ser sacrificado, y si no, debía ser curtido cuanto antes para estar en condiciones de soportar una vida espartana. Los primeros años de la existencia de un pequeño lo marcan para el resto de su vida y así lo comprendieron las espartanas, de modo que se aplicaron con esmero en su tarea de criar hombres y mujeres superiores.
En vez de envolver a los bebés en vendajes, ropas de abrigo, pañales y mantas como si de larvas se tratasen, las madres y nodrizas de Esparta les ponían telas flexibles, finas, ligeras y en escasa cantidad, dejando libres las extremidades para que pudieran moverse a voluntad y experimentar la libertad corporal. Sabían que los bebés tienen un sistema inmunológico más fresco e intacto que los adultos, y si se les enseñaba a aguantar el frío y el calor a temprana edad, no sólo no se resentirían, sino que se endurecerían y serían más inmunes en el futuro. En vez de ceder ante los lloriqueos de los bebés, las mujeres espartanas les acostumbraban a no quejarse. En vez de permitir el capricho con la comida y sobrealimentarlos con alimentos super-purificados, ultra-esterilizados e hiper-desinfectados que hicieran que sus sistemas inmunológicos perdieran la atención, les alimentaban con una dieta tosca y natural. En vez de cometer la aberración de alimentarles con leche de animales, pasteurizada, hervida y despojada de sus cualidades naturales, las mujeres espartanas amamantaban ellas mismas a sus hijos, contribuyendo a formar el enlace biológico maternal.

Durante los 7 primeros años, otra de las tareas era lograr que los infantes se enfrentaran a sus temores, extirpando los miedos y las supersticiones infantiles. Para ello, las madres y niñeras espartanas recurrían a diversos métodos. En vez de permitir que los bebés desarrollaran temor a la oscuridad, desde recién nacidos les dejaban a oscuras para que se habituaran a ella y le perdieran el miedo. En vez de favorecer que los bebés no se supieran valer por sí mismos, a menudo los dejaban solos. Les enseñaban a no llorar y a no quejarse, a ser duros y a soportar la soledad —aunque sí quitaban los objetos o impedían las situaciones que pudieran disgustar a los bebés o hacerlos llorar justificadamente.
Los bebés espartanos no eran precisamente mimados como los bebés de hoy en día, que son sobreprotegidos y colmados de ropas de abrigo, pañales abultados, gorritos, bufandas, manoplas, patucos, encajes, cascabeles, dibujos afeminados y colores chillones que convierten a la pobre criatura en una ridícula pelota hinchada y multicolor, restringiendo su crecimiento, atrofiando su inmunidad, aislándole de su medio e impidiéndole sentir su entorno, adaptarse a él y desarrollar complicidad con él.
A los bebés de Esparta no se les tenía rodeados de aduladores a todas horas, pendientes de sus lloriqueos. Y tampoco se les sometía a conciertos de grititos, mimos y risas histéricas por parte de mujeres poco sanas, ruidos que confunden al bebé, lo incomodan y lo hacen sentir ridículo, para acabar convirtiéndolo en tal. Las madres espartanas no reprendían a sus hijos cuando demostraban curiosidad, o cuando se arriesgaban, o cuando se ensuciaban en el campo, o cuando se alejaban a solas, o salían a explorar, o se lastimaban jugando, porque ello diezmaría su iniciativa. Esta costumbre afeminada de sobremimar a los niños y de recriminarles cuando se arriesgan proviene de las razas oscuras (muy dadas, en cambio, a los infanticidios rituales), y las sociedades indoeuropeas tendían a ser más severas, rigurosas y exigentes para con ellos.
A los niños espartanos, en fin, se les permitía internarse en la Naturaleza, correr por los campos y por los bosques, trepar árboles, escalar rocas, ensuciarse, ensangrentarse, juntarse, pelearse y andar totalmente desnudos para que no quedase una sola porción de su piel sin curtir a la intemperie. Eran tratados como verdaderos cachorros.


Todos los varones física y espiritualmente sanos sienten la llamada del heroísmo, de la guerra y de las armas desde muy temprana edad, pues es un instinto que la raza les ha inyectado en la sangre para asegurar su defensa. Lejos de alejarles del gusto por la violencia que se da siempre entre los niños, las mujeres espartanas lo fomentaban en lo posible. Cada vez que los niños veían un soldado espartano, se creaba entorno a él una aureola de misterio y adoración; lo admiraban, lo tenían como modelo y ejemplo, y querían emularle cuanto antes.



Como resultado de estas sabias políticas, las nodrizas espartanas se hicieron famosas por en toda la Hélade, pues su infalible crianza producía unos niños tan maduros, recios, disciplinados y responsables que muchos extranjeros se apresuraron a contratar los servicios de estas niñeras para criar a sus propios hijos bajo los métodos espartanos. Por ejemplo, el famoso ateniense Alcibíades (450 AEC-404 AEC), sobrino de Pericles y alumno del filósofo Sócrates, fue criado por la nodriza espartana Amicla.

LA INSTRUCCIÓN DE LOS NIÑOS
¿No sabéis que sólo la disciplina del dolor, del gran dolor, es lo que ha permitido al hombre elevarse?

(F. W. Nietzsche, "Más Allá del Bien y del Mal").
Debéis practicar la obediencia… No queremos un pueblo blando, ¡sino duro! Y vosotros debéis endureceros mientras aun seáis jóvenes. Debéis aprender a aceptar privaciones y no desfallecer.

(Adolf Hitler, discurso a la Juventud Hitleriana).



A los siete años (edad a partir de la cual las glándulas pituitaria y pineal comienzan a degenerar), los niños espartanos eran más duros, fuertes, sabios, feroces y maduros que la inmensa mayoría de adultos del presente. Y aunque no eran aun hombres, estaban ya perfectamente preparados para la llegada de la masculinidad. A esta edad (a los cinco años según Plutarco) comenzaban su Agogé o Egogé (entrenamiento o instrucción).
La Agogé es probablemente el sistema de entrenamiento físico, psicológico y espiritual más brutal y efectivo jamás creado. La educación que recibían los niños espartanos era obviamente del tipo paramilitar; un adiestramiento severo, despiadado y doloroso, que en algunos casos estaba claramente orientado a la guerra de guerrillas en los montes y en los bosques, para que el niño se fundiese con la Naturaleza y se sintiese el depredador rey. Era un proceso sobrehumano, un auténtico infierno, casi de alquimia espiritual y corporal, infinitamente más dura que cualquier instrucción militar del presente, porque era muchísimo más peligrosa, duradera (13 años) y extenuante, porque los fallos más nimios se castigaban con enormes dosis de dolor —y porque los "reclutas" eran niños de siete años.




Inmediatamente tras ingresar en la Agogé, lo primero que se hacía a los niños era afeitarles la cabeza. Es indudable que eso era lo más práctico para quienes estaban destinados a moverse entre densa vegetación, a morder el barro y a luchar entre ellos [17], pero el sacrificio del cabello comportaba además una suerte de iniciación del tipo de "muerte mística": se renuncia a las posesiones, a los adornos, a la individualidad, a la belleza, incluso se desprecia el propio bienestar (el cabello es importante para la salud física y espiritual), se uniformiza a los "reclutas", se les da una sensación de desnudez, de soledad, de desamparo y de comienzo (los bebés nacen calvos o con poco pelo), una especie de "empezar desde cero", arrojándoles bruscamente a un mundo de crudeza, dolor, renuncia y sacrificio. Esto no es algo aislado ni arbitrario. Los primeros ejércitos, compuestos de muchos hombres que tenían que vivir juntos en un espacio reducido, vieron la necesidad de mantener corto el cabello para evitar la proliferación de piojos y enfermedades. Por otro lado, la cabeza rapada debía significar algo más para ellos. Los sacerdotes egipcios del más alto grado, los legionarios romanos y los templarios también se afeitaban el cráneo, así como, hasta nuestros días, los monjes budistas y numerosas unidades militares. Cuando se uniformiza a un grupo, sus integrantes no se diferenciarán ya por su aspecto "personalizado" o por sus modificaciones externas, sino por las cualidades en las que sobresalgan desde cero en igualdad de condiciones que sus camaradas. Uniformizar a un grupo, paradójicamente, es el mejor método para observar atentamente qué es lo que realmente distingue a los individuos.

Los niños captaban lo que se les sugería: renunciar a sí mismos, del mismo modo que Goethe dijo que "debemos renunciar a nuestra existencia para existir verdaderamente". Paradójicamente, sólo aquel que no se aferra patéticamente a su vida puede llegar a vivir como un hombre de verdad, y sólo aquel que no se aferra desesperadamente a su ego y a su individualidad puede llegar a tener un carácter verdaderamente consolidado y una personalidad bien definida.
Tras el afeitado de cráneo, a los niños se les organizaba por agelai o agelé (hordas, o bandas) al estilo paramilitar. Los niños más duros, hermosos, fieros y fanáticos (esto es, los cabecillas, los líderes naturales) eran hechos jefes de horda en cuanto se les identificaba. En el ámbito de doctrina y de moral, lo primero era inculcar a los reclutas amor a su horda, una obediencia sagrada y sin límites para con sus instructores y sus jefes, y dejar claro que lo más importante era demostrar una inmensa energía y agresividad. Para con sus hermanos, sus relaciones eran de rivalidad y competencia perpetuas. Aquellos niños eran tratados como hombres, pero quienes así les trataban no perdían de vista que seguían siendo niños. Se les estampaba también con esa marca que distingue a todo cachorro feroz y confiado en su capacidad: la impaciencia, el ansia de demostrarse y de ponerse a prueba, y el deseo de distinguirse por sus cualidades y sus méritos en el seno de su jauría.

A los niños se les enseñaba a manejar la espada, la lanza, el puñal y el escudo —lo cual les endurecía las manos— y a marchar en formaciones cerradas, realizando los movimientos con precisión y con sincronización perfecta. Prevalecían en el ámbito físico los procesos de endurecimiento, y se entregaban a muchísimos ejercicios corporales pensados para favorecer el desarrollo de su fuerza y de sus cualidades guerreras latentes: correr, saltar, lanzamiento de jabalina y de disco, danza, gimnasia, natación, lucha libre, tiro con arco, boxeo y caza son algunos ejemplos.


Para fomentar la competitividad y el espíritu de lucha, y para acostumbrarlos a la violencia y al trabajo en equipo, a las hordas de niños espartanos se les hacía competir entre ellas en extenuantes partidos de un violentísimo juego de pelota que consistía básicamente en una variante, mucho más libre y brutal, del rugby. Los jugadores se llamaban sfareis. Podemos imaginarnos a aquellos pequeños salvajes de cabeza afeitada propinándose toda clase de golpes de todos los modos posibles, chocando, esquivando e intentando luchar por coordinarse, hacerse con la posesión de la pelota y llevarla a la meta convenida, más allá del territorio rival y por encima de los cuerpos del rival. Casi podemos, también, oír los golpes secos, los gritos de agresividad, las señales de coordinación, los crujidos de los codazos, los rodillazos, las patadas, los puñetazos, los cabezazos, las torceduras y los placajes que debían darse en aquel juego transformador de caracteres y forjador de personalidades.
En Esparta, como dijimos, se practicaban el boxeo y la lucha libre, pero los espartanos se ejercitaban también en otra arte marcial popular en Grecia: el pankration o pancracio. Consistía en una mezcla de boxeo y lucha libre, similar a las disciplinas modernas de MMA o Vale Tudo, pero más brutal: los participantes podían incorporar a las vendas de sus puños los accesorios que creyeran convenientes para aumentar su poder ofensivo: algunos añadían trozos de madera, láminas de estaño e incluso placas de plomo. Las reglas eran sencillas: valía todo menos morder, así como hurgar en los ojos, la nariz o la boca del adversario. También estaba prohibido matar premeditadamente al contrincante, aunque con todo, muchos eran los que morían en ese sanguinario deporte. En los combates de pancracio, si no se podía proclamar un vencedor antes del atardecer, se recurría al llamado klimax, una solución equivalente al desempate por penaltis en los partidos de fútbol: por turnos, cada luchador tenía el derecho de golpear al otro, sin que al receptor se le permitiese esquivar ni defenderse de modo alguno. Aquel a quien le tocaba propinar el golpe le decía a su contrincante qué postura debía adoptar para recibir el ataque. El objetivo era ver quién caía primero fuera de combate.La falta de piedad para con el alumno prometedor la describió Nietzsche como: "Yo no tengo contemplaciones con vosotros porque os amo de corazón, hermanos míos en la guerra." Y en palabras que parecen dirigidas a un instructor, a un fabricante de superhombres, dice "La piedad debe ser para ti pecado. Sólo admites esta ley: «¡Sé puro!»" La compasión era el peor veneno para Esparta, porque conservaba y prolongaba la vida de todo lo débil y agonizante —ya se tratase de compasión hacia ellos mismos, hacia sus semejantes o hacia sus enemigos..

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