En Rocroi nos dieron lo nuestro, pero aun despanzurrados y descoyuntados nosotros también les dimos lo suyo, exactamente hasta la última gota de sangre. Han pasado trescientos setenta años desde que las tierras de Rocroi fueran regadas tan generosamente por los nuestros con un derroche de vidas, valor y gallardía como pocas veces se han conocido.
Fue allá en Rocroi, entre Francia y Bélgica, sí, en las Ardenas, justo donde los norteamericanos se enfrentaran hace siete décadas con una terrible contraofensiva nazi, donde nuestros Tercios lo perdieron todo menos el honor y la gallardía. Hasta el último suspiro, cuando sus cuerpos ya estaban martirizados por heridas y magulladuras sin número, resistieron nuestros compatriotas, aquellos españolazos que a miles de kilómetros de su Patria (tanto la chica como la grande) consiguieron que con su sangre, su sudor y sus lágrimas (los hombres valientes no temen llorar) que en España no se pusiera el sol durante larguísimos y gloriosos años. Ardor guerrero legendario, que ni cuando se nos pusieron más que tiesas perdimos.
Pero el día no había amanecido, ni siquiera la del alba sería, cuando aquel 19 de mayo de 1643, y en la dicha Rocroi (que teníamos sitiada, prestos ya para el asalto) la gabachada innumerable se lanzó, cuentan que al hilo de las tres de la madrugada, contra nuestros paisanos.
Mandaba a los franceses Luis II de Borbón-Condé, Duque de Enghien, y a la tropa hispana el caballero de origen portugués Francisco de Melo, a la sazón entonces Capitán General de los Tercios de Flandes, que esperaba la llegada del apoyo de Jean de Beck. Durante seis larguísimas y dantescas horas, veintipicomil contra otros veintipicomil por cada lado, se clavaron picas, espadas, lanzas, hubo arcabuzazos, balas de cañón, caballos destripados, heridas espantosas, legiones de héroes sobre el polvo, mandoblazos, estacadas, puñadas y puñaladas, orina y barro... y una gigantesca legión de muertos por ambas partes. Pocos, aunque los hubo pero apenas ninguno con un apellido de los nuestros, rechazó aquel terrible envite de la Historia. Allí había que dejarse la piel y las entrañas y a fe que los españoles de aquellos Tercios memorables se la dejaron,
El cruel tablero de Rocroi
Pero pongámonos ya de una vez sobre cruel tablero de la terrible partida de Rocroi. Cuentan las crónicas que el flanco izquierdo franchutón lo comandaba La Ferté, que el centro lo capitaneaba L'Hôpital, y que a la derecha se situaba un tal Gassion. La retaguardia, a las órdenes del Marqués de Sirot.
Los nuestros pensaban en principio que los franceses se disponían a reforzar la ciudad y que al menos de momento no pensaban en una batalla a campo abierto. Así que nuestros paisanos colocaron a los temibles Tercios españoles en vanguardia, el privilegio que se habían ganado peleando como fieras durante décadas, mientras que los mercenarios valones y alemanes formaban la retaguardia dirigidos por el Conde Paul-Bernard de Fontaine, un tipo de Lorena, es decir, francés, de sesenta y seis años entonces, pero que servía al rey de España lo mejor que Dios le daba a entender.
En tanto, la caballería imperial se situaba en los flancos. El derecho, repleto de tropa alsaciana a las órdenes del Conde de Isenburg, mientras que la jinetería flamenca, mandada por el Duque de Alburquerque quedaba a la izquierda y, por delante de todos, la artillería.
Por supuesto y no siempre con lealtad, a lo largo de los siglos se han escrito crónicas y cronicones de esta batalla. Se ha dicho y escrito de todo, pero el transcurso de la Historia ha ido aclarando muchas cosas y dando las pistas suficientes para que hoy se pueda construir bastante aproximadamente el relato de aquella carnicería.
Los franceses encabalgaron, picaron espuelas y se lanzaron al galope con fuerza nutrida contra nuestra ala derecha. Se las veían muy felices, banderas al viento, espadas afiladas en la noche, pero de pronto dieron con una nutrida hueste de arcabuceros imperiales envalentonados sobre una pequeña colina. La pólvora española cayó como un rayo sobre la caballería francesa, haciéndole importantes desperfectos. Para rematarlos llegaron al galope los centauros flamencos mandados por Alburquerque, que tras repartir sablazos y lanzadas se lanzaron hacia la artillería gabacha a la que robaron varias piezas.
Cuentan expertos estrategas (a sabiendas y a posteriori, claro) que tal vez entonces, desorganizados y maltrechos los franceses, nuestro jefe, el tal Melo, debió jugarse entonces el todo por todo y dar cumplido finiquito del enemigo. Pero no lo hizo, mientras sí que anduvo presto y atinado el jefe de los galos, Enghien, que supo restablecer el orden en sus líneas y pasar al contraataque y consiguió hacer mucho mal entre nuestra gente.
Muchos españoles dejaron allí mismo esta tierra, otros se retiraron a toda la velocidad que les permitieron sus fuerzas, mientras el Duque de Alburquerque resistía al frente de sus jinetes como un toro, que ese apellido siempre ha sido de confianza y de genial cabalgar como mucho tiempo después demostraría en nuestros hipódromos uno de los herederos de este Duque, el también Duque de Alburquerque, decimoctavo de la estirpe, genial jinete llamado Beltrán de Osorio, y a la sazón fiel escudero de Don Juan de Borbón durante toda su vida.
Pero hora es de volver al campo de martirio de Rocroi, allí donde Marte quiso vestir sus mejores pero siempre siniestras ropas de combate.
El siguiente y terrible embate de los franceses comandado por Gassion vino a dar contra buena compaña de nuestra leal infantería en forma de varios escuadrones. La lucha fue cuerpo a cuerpo y hasta diríamos que alma contra alma. En ella se nos fueron un buen puñado de españoles de a pie, de corazón sublime, y también algunos de sus capitanes, como el Conde de Fontaine y oficiales como el Conde de Villalba y Antonio de Velandia, denodados comandantes de Tercio hasta ese día que firmaron el último contrato, el que se sella ante la Parca, en aras de la amada España.
Heridos y muertos formaban un cambalache de espanto
Las cosas se estaban poniendo más que feas en nuestro costado izquierdo y el propio general en jefe, Francisco de Melo, se lanzó al galope hacia allí a fin de recomponer la situación, mientras los franchutes caían sobre la retaguardia española, nutrida de alemanes y valones, y producían en ella un gigantesco escarmiento. Heridos, muertos, prisioneros componían un gigantesco cambalache de espanto.
Ya no quedaba zona en el campo de Rocroi donde no se combatiera hasta el último aliento. Franceses y españoles demostraban sobre el campo con su sangre y con sus generosísimas agallas porque eran naciones a las que temer cuando hay una zurra de por medio. Allí, en Rocroi, hasta los jefes caían prisioneros, como el gabachón de La Ferté. Otro de los comandantes principales, La Barre, pasó allí mismo a mejor vida, mientras L'Hôpital también resultaba herido y el propio Capitán General en aquel día, Enghien, no daba abasto para poder animar a su tropa, ahora aquí, luego allá, luego acullá. Pero por muy españoles que seamos, y no olvidemos nunca lo del Dos de Mayo, hay que reconocer que aquel franchute de Enghien los tenía bien puestos.
Y no pequeños. Se la jugó en aquel momento de la batalla. Tiró de las bridas de lo que le quedaba de caballería y allí que se fue contra los adentros del ejército español, hincándole una terrible colmillada en su centro y aislando de paso a los Tercios españoles de los aliados extranjeros. Estábamos jodidos. La caballería de Isenburg, desparramada, los Tercios italianos huyendo en desbandada y Melo, que desde luego no tuvo su día, esperando que llegaran los supuestos refuerzos mandados por Beck, que tampoco sale muy bien parado de esta mañana, pues algunos cuentan que llegó a tiempo pero al enterarse de que las cosas iban de mal en peor no se metió en faena, mientras otros aseguran que apareció en la lid cuando ya nada se podía hacer.
A Melo casi lo pillan in fraganti los franceses, aunque pudo cobijarse junto a una tropa de un Tercio italiano que no hacía otra cosa que salir por piernas cada vez que aparecían los gabachos. Los nuestros, mientras tanto, reunieron las pocas huestes que quedaban más o menos ilesas, pero llenas la mar de los casos de costurones, tajos, golpazos, y se unieron formando un gran rectángulo con las picas trabadas y los mosquetones preparados, unidos en un solo cuerpo como ya hicieran las falanges macedónicasmuchos siglos atrás. A las primeras y mientras fue posible tiraron de la mosquetería y resquebrajaron los primeros ataques franceses, hasta el punto de que casi le destapan la sesera al generalísimo Enghien, que recibió un disparo en la coraza y besó el suelo de Rocroi, pues su caballo quedó allí mismo hecho trizas.
Reconozcamos que también la gabachada estuvo a la altura de las circunstancias, y a pesar de la bravura de nuestros compatriotas volvían a la carga una y otra vez. Erre que erre. Y allí ya no se hablaba de pólvora, arcabuces ni mosquetes. Había llegado la hora de que el acero dirimiera quién había de llevarse la victoria. Cuerpo a cuerpo, cuchillada va, estocada viene, españoles y franceses se mataron a conciencia. Tras varios asaltos y acometidas, tan solo quedaban en pie algunos veteranos de los Tercios de Garcíez y Villalba, que ya, con las armas melladas, se defendían a mordiscos, hincándole las ponzoñosas dentaduras a cualquier cosa que por allí oliera a francés. Sin embargo, llegaba el final.
Y sobre este punto, los historiadores, cuatro siglos después, aún siguen discrepando. Parece ser no obstante que el astuto Enghien ofreció una negociación honrosa a nuestra gente, antes de que las cosas pudieran darse la vuelta por la llegada de los refuerzos. Se asegura que generoso, el adalid francés ofreció respetar la vida y libertad de los todavía supervivientes, dejarles ondear sus banderas y portar sus armas, e incluso si querían tomar el camino de la amada España tenderles un puente de plata.
Algunos de los nuestros aceptaron. Pero otros no y siguieron al pie del cañón, aunque cañones, lo que se dice cañones, no nos quedaba ni uno. Finalmente, tuvieron que rendirse pero no perdieron el honor ni el orgullo, y los franceses siguieron fieles a sus generosas ofertas de rendición. Cinco mil de los nuestros ya nunca volverían a ver nuestro sol, ni nuestra tierra, para siempre quedaron, desaparecidos pero inmortales, en las arenas de Rocroi. A pesar del destrozo, los Tercios todavía darían mucha guerra, y obtendrían victorias resonadas y resonantes como la de Valenciennes, también ante el francés.
Para la historia, quizá mejor para la leyenda, ha quedado la respuesta de un superviviente de los nuestros cuando fue preguntado por un oficial francés sobre la cuantía de nuestra gente en Rocroi. «Contad los muertos», le contestó aquel español gallardo, honroso hasta en las últimas. Zurramos y nos zurraron. Perdimos la batalla, sí, pero no perdimos la vergüenza.
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